Picota de Presencio

Picota de Presencio

sábado, 2 de julio de 2011

LA CASA DE VERANO



Comienza el mes de Junio, y en mi bendita “casa de invierno” se comienza a pensar en las cosas que hay que preparar para pasar dos meses en la “casa de verano” – a la que denominan con pomposidad “chalet”. Esa casa se compró para que disfrutaran los niños. Solo fueron tres años y a disgusto, porque estaban moceando. Y por qué no decirlo, para presumir. ¡Gilipolla de mí! Me metí en un gasto que aún me quedan varias letras de la hipoteca. Mi mujer y el agente de la propiedad inmobiliaria me trajinaron diciéndome que estaríamos en el campo y cerca de la playa -a tres kilómetro-, todos los servicios y supermercados cerca -cinco Km.
Todo comienza por llamar a una empresa para que limpie la piscina, –antes la limpiaba yo- que me cobra como si la hicieran nueva.
Mi mujer y mi hija se han ido a disfrutar de las compras: bañadores nuevos, zapatillas, pantalones cortos, camisetas, y toda clase de ropas, para no repetir las de años anteriores. Yo, en cambio, solo pienso en lo que me espera a mi edad (setenta y…).
Días antes de Julio hago de transportista llevando mil paquetes con cosas, que según mi mujer son necesarias o por si acaso… La verdad es que no se utilizan en todo el verano, pero hay que llevarlas y traerlas. Como el transporte, según ella, no cuesta nada… pero a mí, que soy el que las carga y descarga, me dejan destrozado.
Cuando llegamos, la jefa me pide, mejor me ordena, que riegue la terraza y la limpie, que saque las mesas, sillas, tumbonas, etc. mientras ella quita colchas y sábanas para lavarlas. Después, que si ayúdame a quitar el polvo de las partes alta de los muebles; que si súbete en las escaleras de mano y cógeme esto, bájame lo otro. Hasta que llega un momento en el que me acuesto con dolor de cintura y agujetas. Al momento, la jefa se presenta en el quicio de la puerta y con voz enérgica me dice: ¿Ya te has acostado? ¿Y has dejado para mí todo lo que queda? ¿No vas a cenar? Con voz apagada le contesto: pero si son las doces y estoy reventado. Así durante tres días: limpiando la piscina, los filtros de la depuradora, quita las hierbas y plantas. Compras en el supermercado donde te gastas un montón de euros en comidas, aperitivos y bebidas.
Durante el tiempo que hemos estado trabajando, para poner la casa algo limpia, no ha aparecido nadie. Al cuarto día aparecen los vecinos, con cara de estar disfrutando, para saludarte y tomarse unos whiskys y ponerse hasta el culo de aperitivos; hasta el punto que al día siguiente tienes que volver al súper.
Los días sucesivos, mi jefa me pide ir a la playa a ponerse morenita -no puede ser en el campo, tiene que ser en la playa-. Porque no es lo mismo el sol de la playa que el del campo. ¡La madre que…! Así que coges el quitasol, las hamacas, la bolsa de las toallas, bronceadores y potingues, y mételos en el coche.
Cuando llego a la playa la dejo en el mismo lugar que vamos todos los años. Porque allí están los mismos imbéciles con piel de conguitos. No hay aparcamiento. Dejo el coche a un kilómetro. Cargado, como un burro, con quitasol y tumbonas a cuesta, recorres el camino hasta el lugar donde dejaste a la jefa. En la playa coloca la sombrilla y tumbonas. Como estás sudando del esfuerzo que has hecho te metes en la mar; y ¡maldita sea, que fría está el agua! Después de salir con la picha encogida, te metes bajo el quitasol y esperas a que tu mujer cuente, a sus amigos de playa, como ha pasado el invierno. Se tuesta como el café de Colombia. A las tres horas… me pregunta: ¿nos vamos ya? Vuelves a recoger todos los trastos y camina hasta el coche, que está peor que el horno de una panadería.
No sé cómo nos las apañamos que siempre hay visitas. Los fines de semana ya es el colmo: se presentan mis hijos con sus proles, que vienen a ver a los abuelos. ¡Y una mierda! Vienen a ponerse como ogros de aperitivos, barbacoas, paellas y cervezas, hasta agotar todas las reservas de que disponemos. Y los niños de golosinas que le pone su abuela, helados, chuches y porquería. ¡No ayudan ni a fregar los platos!
Y no digamos las vacaciones de mis hijos y nietos durante del mes de Agosto. ¡Tela! Se pasan los días en la playa o piscina, comiendo y bebiendo. Sin ayudar en la cocina, bajo la excusa de: “cómo la abuela hace la comida, no la hace nadie”. Cuando llega la noche nos dejan solos con los nietos, porque ellos, los adultos, se van al paseo marítimo a cenar y después a la disco.
Al día siguiente, temprano y en silencio, para que nadie se despierte, limpio la piscina que han dejado llena de juguetes flotantes y no flotantes, que recojo con el colador de palo largo. A las doce de la mañana comienzan a despertarse pidiendo los desayunos. La abuela que les ha preparado el desayuno tradicional de pan con aceite o mantequilla, comienzan las protestas: abuela esto no me gusta, yo quiero donuts; abuela mí niña desayuna todos los días cookies; los míos toman cereales recubiertos con chocolate… Todo lo que anuncian las televisiones. Con lo bueno que está el pan en rebanada, tostadito, con un ajito restregado y empapado en aceite de oliva virgen, o pecadora. El colmo es cuando un niño de doce años, mirando el pan con aceite, le dice: ¿Bbrrgg, abuela esto qué es? ¡La madre que los parió!
Cuando llevan dos horas saltando, salpicando, discutiendo, protestando, peleando en la piscina, se acuerdan de mí y me dicen: ¿abuelo no te bañas? ¡Papa báñate! ¡Si me baño, hago como Herodes, los ahogo a todos!
No quiero decir nada cuando comienzan a comer. Son pirañas. La abuela cansada de hacer la comida, con los ojos y las piernas inflamadas, les dice a los niños: si esto no te gusta, ¿te hago otra cosa? Los niños y algunos padres no saben lo que es una comida de cuchara, solo les gustan las pizzas, hamburguesas y coca cola. Eso sí, los aperitivos se lo comen todos. La abuela y yo comemos -a las cuatro- nuestra sopita y la fruta.
Después de comer desaparecen todos buscando un sitio donde dormir la siesta. La abuela a fregar platos. Con cara de lástima me dice: ayúdame, que tú sabes dónde se colocan las cosas. Yo la miro con cara de cabreo y antes de que diga una palaba me suplica: hazlo por mí. Me ha tocado mi punto débil.
Una vez terminado de fregar los platos, vamos a buscar una cama o butaca, aunque sea de playa, para descansar. Cuando al fin conseguimos una y nos disponemos a relajarnos y dar cabezadas, comienza esa música y voces melódicas de paz campera que interpretan las chicharras. Con las caricias de las moscas, y algún que otro zumbido de avispa, me tienen de imaginaria con el matamoscas en la mano dándome sacudidas en las piernas.
Que ganas tengo que cojan a mis simpáticos, tranquilos, calladitos y educados nietos, los metan en el coche y se vayan a sus respectivos pisos pequeños. - Ahora comprendo por qué lo hacen como jaulas- Y sus padres busquen otro lugar donde yantar y ayuntarse; y a mí no me hagan recordar tiempos pasados.
A primero de septiembre vuelvo a mi rutina habitual: levantarme a las nueve, desayuno mi pan con aceite, paseos de ejercicio matinal, aperitivo y comida a las dos, siesta en mí sillón con mi mantita, con música ambiental de la tele en la 2 -sin moscas-, mi cafelito, mi ordenador o mi lectura acompañado de mi música, telediario, cena de frutas y lectura hasta que el sueño me venza. ¡Esto es vida para un jubilado!
¡En qué hora compré el chalet en la urbanización campera!
El año pasado les dije a mis hijos: “voy a vender el chalet”. ¡Qué cara pusieron! ¿Para qué lo vas a vender? Con lo que disfrutáis de la paz y tranquilidad del campo, y de este aire puro. -SI, si, tranquilidad y aire puro-. Cuando cumpla un par de años más, y no tengamos la poca movilidad de la que en estos momentos disponemos, nos dirán: ¿para qué quieres el chalet? ¡Véndelo! Ellos saben que a los abuelos nos quedan pocos años de vida. Si lo vendo, pronto cobraran.
A nuestra edad solo necesitamos: tranquilidad, sopita y buen vino.
Amador Frías

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