Advertí por primera vez su
presencia con la llegada de la primavera.
Era una mañana tranquila
como llama a la que no dé el aire, cuando -como tantas otra-me encontraba
inmerso en la lectura de un libro con mis cinco sentidos y el alborotado trinar
de unos pájaros sobre un árbol cercano del jardín, hizo que se interrumpiera mi
ensimismamiento, para dirigir una mirada inquisitoria de reproche a aquellos
pequeños que se atrevieron a romper la calma.
Ellos no percibieron mi contemplación y siguieron con sus cuitas.
Miré con mayor atención y pronto comprendí el origen de su disputa, tres
gorrioncillos pintureros, valientes y atrevidos, se disputaban con frenesí no
excento de furia, el favor de una pizpireta "damisela" que con
saltitos alegres y acompasados, sobre el pretil de la tapia cercana, coqueteaba
con ellos dispuesta a elegir al más
fuerte y decidido compañero.
Fué aquello un original, y
atractivo espéctaculo, que hizo acrecentar mi atención para satisfacer mi
curiosidad de saber cual de aquellos sería elegido, pero enseguida salieron
todos volando y no pude averiguarlo.
Algunos días después, un
acompasado y contínuo trinar en el mismo sitio volvió a requerir mi interés,
esta vez, era un sólo ejemplar el que se pavoneaba altivo, desafiante y
exultante sobre la tapia. Hinchaba el pecho, abría sus alas y parecía con ello
querer agrandar su presencia.
De entre las ramas del
árbol, apareció ella, ágil, ligera, esbelta y a la vez sumisa, se le acercó
juguetona y ambos se enzarzaron en un bello juego de amor.
A partir de aquel día,
cada mañana movido por mi curiosidad me acercaba al sitio y sin mayor esfuerzo
me encontraba con él, siempre vigilante, siempre al acecho. Nos mirábamos pero
ambos manteníamos nuestra distancia.
La misma operación repetía
constantemente, cada vez acercándome más a él, pero si me pasaba del límite
establecido a su permisivo consentimiento,
protestaba enégicamente, sus trinos se hacían más penetrantes intentaba
alejarme, pero comprendía su impotencia y levantaba el vuelo alejándose apenas
unos metros sin dejar de acecharme, para volver de nuevo a su otero en cuanto
me alejaba. Yo no sabía cómo tratar de hacerle comprender que solo quería
ofrecerle mi amistad.
Así transcurrían los días
y a ella apenas la veía, hasta que mi paciente observación obtuvo el premio
deseado. Un frenético ir y venir de ambos llamó poderosamente mi atención, se
produjo con una frecuencia matemática, se turnaban en los desplazamientos,
cuando él llegaba salía ella, la esperaba para iniciar su próximo viaje hasta
su regreso y ambos indefectiblemente portaban alguna ramita u otro material en
su pico. La labor era constante e ininterrumpida, no se daban descanso.
Quise mostrar más
abiertamente mi intención de acercamiento ofreciéndoles mi amistad, para ello,
les proporcioné las mejores migas de pan blando y desmenuzado, en un recipiente
junto a un pequeño bol con agua cristalina, que coloqué junto a las ramas por
donde ellos entraban y salían, permanecí
no muy alejado para obligarles a soportar mi presencia.
Fué ella elegante y
decidida, la que primero aceptó mi oferta, salió, oteó, picoteó un poco,
retrocedió indecisa, volvió después y repitió el ceremonial varias veces, hasta
que ya confiada, con alegre canto y dulce mirada aceptó mi presencia.
El aún se resistía, me
miraba con desconfianza, y casi diría con celos, por haber conquistado la
confianza de su linda novia.
Ella venía sin temor
alguno, comía y bebía despreocupadamente, quise premiar aún más su confianza
añadiendo un suculento postre a su dieta, así que le traje un trozo de manzana
que agradeció con sonoros trinos. Se volvió hacia él que seguía observando
indeciso y con sus dulces cantos le convenció para vencer sus recelos, se unió
a ella por fin. Mi amigo me había aceptado de una forma tan natural como la
corriente de un río, como el viento mece el trigo maduro, como el brillo de las
hojas movidas por la brisa o como las nubes van pasando.
La alegría apenas podía
ser contenida en mi pecho
Pasaron unos días sin
grandes cambios hasta que empecé a notar largas ausencias de mi amiga, él
seguía siempre firme en su lugar. Ya no iban y volvían, ella se mentenía
internada entre las ramas y apenas salía de vez en cuando para acompañarle en
las comidas.
Haciendo uso de la
confianza a la que me había hecho acreedor, me atreví a proceder aun mayor
acercamiento para investigar la causa de sus ausencias, tomé una pequeña
escalera y trepé hasta que pude
descubrir su hogar, era un encantador nidito perfectamente construído, en el
lecho habían depositado ligeras plumitas sobre las que estaban depositados dos
blancos huevecillos, que ella, con dulzura, con delicadeza vulnerable y tierna
como los jacintos salvajes, acariciaba, me miró orgullosa. La admisión de mi
presencia la interpreté como una invitación a la intimidad de su casa.
Sólo cuando la veía
aparecer de nuevo con sus alegres saltitos, me atrevía a asomarme de nuevo a su
hogar, entonces el número de huevecillos había aumentado, era como un aviso de
su nueva hazaña, sumaban ya, cuatro.
Los espacios de ausencia
se fueron aumentando, él en ocasiones abandonaba por escaso tiempo su
vigilancia y se adentraba para verles.
Llegó el momento en que
observé que cuando ella salía, en vez de comer sobre las ramas, cogía con su
pico el alimento y se introducía en el nido. Una vez más me sentí invitado y volví
a ver lo que pasaba. Al asomarme, ví cuatro "enormes" picos abiertos
amenazando salir del nido ávidos de comer con un apetito insaciable, la madre
ayuda por él, no paraban de introducir la comida en sus bocas. Reforcé las
raciones y tuve que alternar la lectura con la atención a mis
"vecinos".
Los pequeños cada vez
hacían más ruido y crecían por momentos, ya ambos padres aceptaban mi presencia
sin traba alguna, podría decirse que el concepto de amistad y cariño eran
recíprocos.
Unas semanas después, un
incensante piar llamó reclamó poderosamente mi presencia y me precipité a
visitarles, mi sorpresa no fué menor que mi alegría, al ver a los seis
componentes de la familia alineados sobre el pretil de la tapia. Estaban
dispuestos a partir. Fué una despedida no por esperada menos triste. Ella con
sus ojitos negros y redondos me miró agradecida, él ahueco las alas inchó el
pecho y lanzó un fuerte y largo trino, era su despedida era su adiós a un
amigo.
Una última mirada un
revoloteo alrededor de su hogar y todos partieron felices hacia su nueva vida, ya no vendría
más a mis almuerzos.
Quizás en la próxima
primavera, pero... como "las golondrinas que vuelven,... no serán las
mismas", aunque en mi corazón lo seguirán siendo, ahora sé comprender su
lenguaje y empezaré de nuevo, yo les estaré esperando.
La alegre luz de la vida
que iluminó mis mañanas con ellos desapareció, dejando que la delgada luna
bicorne asomara tímida entre las nubes del desconsuelo-
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