Contemplar día a día el brotar después de la poda de un rosal; cuidar, mimar, alimentar esa planta, que quieta, inmóvil, en apariencia inerme, como al acecho esperando el resurgir de la calidez de la primavera, en estado latente pero con ansias de vivir, me hace sentir con una mezcla de impaciencia, expectación y tal vez amargura, la irresistible tentación de comparar el proceso de su existencia con nuestra propia vida.
Sensación estremecedora por la similitud de la vivencia de su fruto, la rosa.
Comienza con la inefable presencia del crecimiento del tallo, que promete con cierta urgencia, el nacimiento esperado, de su mayor bien oculto y más valioso.
Sólo transcurren algunos meses desde el inicio del ciclo, hasta los primeros vestigios.
La primavera se enseñorea, y nuestra planta llena de agradecimiento, se yergue, parece que quiera mirar y acercarse a, quien con meditada impaciencia, aguarda con ella la llegada de esa templanza en el ambiente que debe irrumpir con fuerza en su desarrollo.
De pronto, un minúsculo ovalillo en el extremo del tierno y verde tallo, te hace el primer guiño de vida, está ahí, es él, ha aparecido el hijo, el primer fruto esperado.
Se redoblan los cuidados, se vigila aún más su riego, se observan con más atención los posibles agresores a tan tierno retoño. Cuidado con ellos! no deben invadirlo, todos tienden a apoderarse de su indefensa hermosura, pero no! , estamos ojo avizor para no permitir daño alguno.
El pequeño aparente embrión se va formando, el antes ovalillo va creciendo y da paso a un incipiente capullito, su progresión ya es imparable, el sol le acaricia y él, con radiante alegría que transmite el ansia de vida, acelera su proceso de crecimiento.
Un día, poco después, el envoltorio verde que lo protege, como una cortinilla que se corre no pudiendo ocultar por más tiempo el tesoro que lleva dentro, deja entrever el maravilloso color rojo de sus pétalos, te muestra con suma coquetería la belleza incipiente de la pronta exhibición de toda su hermosura.
¿Hay algo más bello y atrayente que contemplar el capullo semiabierto de una rosa?.
En unos días tan sólo, pasa de tímido ser, que te permite toda la imaginación de su belleza, a mostrarse altiva, atractiva, insinuante, como mujer irresistiblemente sugestiva, que desnuda y en postura fetal, imitase a la rosa. Está dando vía libre a la apertura de sus aterciopelados pétalos para mostrarse por entero, aquella, abandonándose sin pudor ni reserva, desperezándose y estirando brazos y piernas ofreciendo su desnudez y su total intimidad.
Es tal el sublime ofrecimiento de tan inmensa visión, que la naturaleza se hace impotente para mantener mucho tiempo el éxtasis que provoca su contemplación.
Por ello, debe uno impregnarse a fondo de ese intenso regalo que nos ofrece fruto del constante cuidado que le hemos dedicado, pero sobre todo, gracias a la omnipresencia del Dios que dotó a la naturaleza del ciclo maravilloso de la VIDA.
A la consumación de esta eclosión, sucede el complemento ingrato del ocaso, la euforia se torna en tristeza, la turgencia en flacidez. Al fin... la vida en la muerte.
La amargura y la angustia asoman, sin querer, al hacerlo comparativo con nuestro propio paso vital. Los espacios de tiempo son distintos pero si bien la rosa y su periplo se repiten continuamente, nuestro fin material es único.
Por ello, paralelamente a su cuidado y esmero, nosotros debemos igualmente cultivar nuestros actos, evitar las agresiones y revestirnos de la mayor bondad para mantener nuestra alma fuerte, limpia y bella en la esperanza de iniciar en la otra dimensión un período, ahora sí, de eterna felicidad.
EL BARDO
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