Picota de Presencio

Picota de Presencio

jueves, 19 de noviembre de 2009

UNA DE PIRATAS



En los tiempos en los que subía y bajaba la calle Victoria camino de entrar o salir del colegio, cuando llegaba mi cumpleaños mi tía Carlota, culta y guapa donde las haya, me obsequiaba con un libro de piratas de Emilio Salgari. Al principio recibía el regalo con cierto enojo, o no tenía balón o había perdido algunas piezas del mecano. ¡Coño, un libro! ¡No tengo suficientes con los del jodido cole! Al pasar el tiempo, me serené y leí con verdadera pasión aquellas historias de piratas que me descubrían personajes soñados y parajes de belleza desconocida. Los años pasaban y el regalo se repetía siempre, aunque con títulos y argumentos lógicamente distintos.
Emilio Salgari, del que no conocía ni su rostro ni su historia, pero al que idolatré, representaba la libertad, la audacia, el riesgo, la entrega, la falacia, la amistad y la bondad. Y también la traición. Hoy sé que fue un periodista y escritor nacido en Verona. Que no le trató bien la vida. Que su padre se suicidó, que su mujer lo hizo con anterioridad a que él lo hiciera también y que sus hijos le siguieron hacia el mismo destino. Es revelador la nota que dejó a sus editores: “A mis editores: A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo os pido que en compensación por las ganancias que os he proporcionado, os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma. Emilio Salgari". Rindió su arma ante sus secuestradores piratas, los piratas de la pluma tan terroristas como los que más. Una corrupción de la fantasía.
Los personajes del ayer regresan en tiempos del hoy. Sandokan ya no cursa los mares del Índico asiático, sino que comanda la flota corrupta de unos piratas que han convertido el navío corso en un todoterreno merdellón de gran potencia y obscura representatividad, dotado de GPS pero carente del sentido y del conocimiento de lo que un sextante representaba para aquel marinero de antaño que, con él y las estrellas como únicas referencias para marcar rumbo, siempre llegaba a su destino y que de igual a igual mostraba sus armas en defensa de lo que le pertenecía o de lo que ambicionaba. Sandokanes encontramos en cualquier mar de hoy, sin la aureolas de defensores de los débiles o de justicieros de no se sabe de qué causas. Bandidos al fin y al cabo, con o sin guante blanco y sin tener nada que ver con aquellos de leyenda que en la elegía doméstica fueron referencia y adoración en nuestros siglos pasados. Sus armas, para el cuerpo a cuerpo, la navaja castellana de cierre mariposa y para la cierta distancia, el trabuco.
Ahora oímos habla de débiles squifes patronados por piratas desarrapados que con una cierta audacia y desesperación con capaces de poner en jaque a reyezuelos de papel poseedores de armadas adormecidas que se resisten al abordaje. Barcos sin enarbolar banderas ciertas que como otros piratas más, venidos a menos, reclaman su patente de corso, ante la embestidas de las endebles embarcaciones de los desesperados marineros que han hecho de su miseria y pillaje su medio de vida con el apoyo moral y cínico de los abogados de la City y de la incompetente colaboración de nuestras instituciones. De no ser así, ésta sería una novela sin asunto.
Creo que el tiempo dará la razón a los que mantienen que todos son piratas: los que izaron bandera que no era pabellón; los que reclamaron en balcones libertades prohibidas y los que habiendo corrompido el sistema, delinquen con el rescate. Ninguno de ellos leyó a Salgari, otros tiempos otra moral.
Miklos

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