Voy a tratar de recordar “MI PRIMERA VEZ”.
Formábamos un grupo de siete amigos de edades muy parecidas cuando conocimos a otro grupo de chicas que estudiaban enfermería. Todas ellas de una belleza y simpatía que nos alteraban las hormonas. Era tal la influencia que sobre nosotros ejercían que nos tenían a su alrededor como animales en celo. Todo lo que decíamos se convertía en risas y comentarios: ésta me gusta más, ésta otra es más simpáticas; ellas comentaban lo mismo pero con disimulo. Entre ellas había dos chicas que, a mi íntimo amigo y a mí, nos traía por la calle de la amargura con su simpatía. Disponían de unos cuerpos y siluetas propias de unas mujercitas de dieciséis años. Sus nombres Carmen y Ana.
Como todos los jóvenes de la época solíamos pasear por el parque, calle Larios y adyacentes, no nos atrevíamos a pasar por calles solitarias o de mala reputación –educación moral-religiosa de la época- Digo solo pasear porque entre otras cosas no teníamos ni un duro para ir al cine. Eran las dos únicas distracciones de las que disponíamos en aquel tiempo.
Se aproximaba las vacaciones de Semana Santa y hacíamos planes para ver el máximo de procesiones. Cuatro de ellas eran de fuera de Málaga, que debían de pasarlas con sus familias. Le insistí tanto a Ana que decidió mentir a sus padres para quedarse, diciéndoles que se quedaba en Málaga porque tenía algunas asignaturas retrasadas. Pasamos las mejores vacaciones de nuestras vidas por el simple hecho de llegar a nuestras casas después de las diez de la noche y recorrer todas las iglesias viendo salidas, entradas e itinerarios de las cofradías. Las risas, alegría y libertad de correr por las calles sin la compostura y comportamiento que nos exigían.
Cada Semana Santa la recuerdo con gran cariño y añoranza, pensando lo maravillosa que es la juventud.
Pocos días después de las minivacaciones fuimos emparejándonos, quedando mi amigo con Carmen y yo con Ana, que a su vez eran íntimas amigas.
La moral de aquellos tiempos no nos permitía ir abrazados, ni la mano por encima del hombro, como mucho nos cogíamos, disimuladamente, de la mano, dándonos tropezones con nuestros cuerpos. Nuestras conversaciones eran tan ingenuas que solo era alterada por algunas emociones calóricas que tardaban cierto tiempo en desaparecer. ¡Qué sensaciones tan emocionantes sentíamos y difícil de repetir!
En cierta ocasión, decidimos mi amigo y yo retirarnos del paseo del parque metiéndonos entre la arboleda con la intensión de besarlas, pero solo conseguimos un abrazo. Las chicas se enfadaron y volvieron al paseo, quedándonos solos, cortados y con una erección que tuvimos que introducir una mano en el bolsillo para sujetarla. Nos costó varios días que nos hablaran. Pero acudían a nuestras citas.
Un día del mes de mayo, ellas descansaban de las guardias; nosotros hicimos “la piarda” No sabíamos en que ocupar todo el día y decidimos hacer una excursión al Monte Coronado.
Fuimos a recogerlas al Hospital Civil. Cuando las vimos aparecer con las faldas un poco más corta de lo habitual, por encima de las rodillas, pecaminosa
para aquella época, nos quedamos con la boca abierta admirando aquel atrevimiento. Los ojos salieron de sus orbitas saltando de alegría ante tanta belleza y sensualidad. En mi cuerpo saltó un chispazo y un cosquilleo que nublaron mi mente.
para aquella época, nos quedamos con la boca abierta admirando aquel atrevimiento. Los ojos salieron de sus orbitas saltando de alegría ante tanta belleza y sensualidad. En mi cuerpo saltó un chispazo y un cosquilleo que nublaron mi mente.
os saludamos con una sonrisa chispeante. Nos cogimos de la mano. Pasamos por Martirico, embriagándonos con el olor de los eucaliptus que poblaban toda la zona. Nos metimos por un cauce de arroyo-camino que desembocaba en el sendero que conducía a la coronación del monte. A partir de ahí, le pusimos el brazo sobre el hombro, que no rechazaron. La respiración y el latir del corazón se nos alteraron tanto por la subida como por el nerviosismo que nos producía el estar tan junto.
Hicimos algunas paraditas que aprovechamos para darle besitos en la cara, que al principio no querían, pero a partir del tercer descanso aceptaban sin reparos.
Cuando llegamos a la cúspide nos dejamos acariciar por la brisa que refrescaba nuestros cuerpos, como si fuésemos los protagonistas de la película Titanic en la proa del barco.
Al bajar y en la pared de la corona del monte vimos una pequeña oquedad con una especie de poyete que nos permitía sentarnos. Nos besábamos con pasión. Nos acariciábamos todo el cuerpo sin llegar a tocarnos el sexo. El corazón latía a toda velocidad, la respiración entrecortada y profunda nos producía un temblor en las piernas difícil de controlar. Era tal la estimulación y pasión que ninguno de los dos pudimos reprimirnos el deseo de la penetración. Noté como traspase su virginidad que le produjo un pequeño encogimiento. En cierto momento, ella se abrazó a mi cuello con tanta fuerza que creí que me lo rompía. Emitía un sonido entre risa y llanto que yo desconocía. Cuando llegamos al punto álgido tuve el limitado control para apartarme. Nuestros cuerpos permanecieron unidos en un abrazo hasta que nuestros corazones y respiración, después de quince minutos, volvieron a su estado normal.
Entramos en un estado de felicidad y paz difícil de expresar. Nos reunimos con nuestros amigos, que con cara de satisfacción y alegría les había pasado como a nosotros. Después de un rato de caricias y besos bajamos el monte mirándonos, como si anduviéramos sobre nubes, con el cerebro plano y el corazón henchido de cariño. Sin darnos cuenta nos encontramos, de nuevo, bajo los eucaliptos.
Al despedirnos de ellas lo único que nos preocupaba era el posible chispeo antes de la lluvia. Ese miedo, que nos tuvo angustiados, desapareció a los pocos días. ¡Qué mal lo pasamos!
Ella me enseñó a conocer lo que siente una mujer ante las caricias, el cariño y la pasión. Desconocíamos los placeres y emociones del sexo, por causa de la educación moral que nos inculcaban nuestras familias y colegíos: el temor a la muerte en pecado mortal y la deshonra de las mujeres. Así mismo, los chicos de nuestra edad desconocíamos, por lo menos por mi parte, la naturaleza y sentimientos de la mujer. ¡Que ignorancia!
Después de lo ocurrido no volví a confesar. Lo consideré como algo mío, íntimo, que no debía compartir con nadie. No sentía arrepentimiento. La fuerza de la naturaleza es muy superior a la moral que siempre nos han impuesto. Era tal la represión sexual que estaba prohibido la venta de preservativos. Esa mentalidad ha producido la rebeldía de las juventudes que nos siguieron. Aunque, no estoy de acuerdo con los extremos que hoy vemos.
He conservado en mi corazón este secreto hasta el día de hoy.
Mi amigo se casó con Carmen. Ana y yo nunca volvimos a repetir ese encuentro, fue el único. Vivimos unos meses de cariño, alegría y felicidad, hasta que los padres de Ana decidieron emigrar al extranjero. Aunque nos escribíamos, el tiempo nos separó definitivamente.
Cada vez que paso junto al campo de futbol de La Rosaleda, miro hacia ese monte tan entrañable, tapado por múltiples edificios y recortado como cantera, siento como un gran muro lo aleja de mi vida.
Hoy, recordando la primavera y verano de aquel año, me está invadiendo una nostalgia, tristeza, frustración y soledad, que como losa pesada cae sobre mí. Con el tiempo trascurrido, creo que soy víctima de una maquinación de Cupido, que me hace añorar, el corto tiempo pasado que compartí con Ana, recordando otros días y anocheceres ya pasados que nunca volvieron a repetirse.
En este tiempo en el que comienzo a envejecer y mi corazón empieza a estar cansado, me hace recordar aquellos paseos cuando al atardecer el puerto y la farola se cubrían de rojizos rayos de sol. Camino hacia las calles del centro, que comenzaban a iluminarse huyendo de la oscuridad, la piropeaba alabando la belleza de su rostro y silueta; mirando al suelo, sonrojada como lágrimas de granada, me contestaba: “no es verdad”. Recuerdo también, como me miraba con una sonrisa de cariño cuando la saludaba con un: “estas guapísima, eres deslumbrante”. Que alegría más grande me producía poder disfrutar de su compañía. Ana tenía la frescura y la hermosura que a esa edad la naturaleza otorga a las mujeres.
¡Qué bella es la pubertad cuando descubres un mundo de sensaciones! Muchos estudios sobre materias educativas y una gran ignorancia sobre el despertar de los sentidos.
Jamás en mi vida he vuelto a disfrutar de la felicidad que Ana me dio. Nunca he podido olvidarla.
Cuando mis hijos entraron la segunda década de sus vidas, comprendí el gran riesgo que corrimos aquel día sin los medios protectores de los que disponen los jóvenes en esta época. Pienso en la responsabilidad y vida de unos adolescentes, que señalados por el “pecado”, pudimos ser castigados por la mancha ocasionada al “Honor Familiar”... A mi edad, comprendo que la fuerza de las testosteronas -porque las he sentido- puede llevarnos a cometer las mayores de las irresponsabilidades.
AMADOR
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