Me confieso sinceramente enamorado del mar, todos los sentidos que el ser humano posee, a mí me producen una excitación profunda.
La vista se recrea en su azul intenso incomparable. El oido: Percibe con sonora acústica la musical e inconfundible sinfonía del murmullo de las olas. El olfato: impregna de perfume marino nuestra sensible pituitaria. El gusto: reboza de dicha con su salado sabor. Y el tacto: provoca esa sensación bucólica que excita las más íntimas pasiones.
Nada más reconfortante que un paseo mañanero con un acompañante que prodigando amistad y camaradería, comparte un recorrido a modo de paseo por un escenario marino, playas aún desiertas, arena prolijamente "peinada", el mar aún tranquilo, acaba de despertar, sus pequeñas olas acarician la orilla, como una lengua suave y dulce que apenas producen espuma, el sol todavía acaricia, pronto se hará más presente y manifestará el ardor de su poderío. Calzado prieto, miradas fijas en el horizonte, charla amena y propósito firme de saber difrutar del único y siempre distinto espectáculo que las aguas proponen en contínuo movimiento, nunca se repite y siempre no obstante, son los mismos componentes.
Cuando se siente tranquilo, ofrece quietud, paz, sosiego, permite que el sol se refleje creando en espejo plateado de inconmesurable belleza, cuando su despertar es turbulento muestra su enorme poderío, su fuerza indomable, su furia irrefrenable, su llegada a la orilla ya no acaricia, la lengua vomita espuma, el estruendo se hace notar al romper de las olas, uno y otro talante resuman belleza y enorme atractivo, llegar hasta el más extremo punto del espigón produce sensaciones encontradas, en la quietud visión del puertito repleto de embarcaciones de recreo, un mecer suave y silencioso, en la furia, temor amortiguado por la belleza, y el contínuo y rápido palpitar del mar que adorna el estrecho paseo con la blancura que produce su estrépito.
Volver es casi desembarcar a tierra firme, tal parece estar embarcados en una de aquellas, la mirada perdida en el horizonte donde cielo y mar se confunden, donde girando la vista, se contempla a lo lejos el blanco escenario de la ciudad. Cuesta abandonar el recinto, pero sabido es, que el itinerario marcado propone otro recorrido no menos atractivo. En una calle paralela a esa cercana escena, acoge amable y acariciadora la sombra producida por frondosos pinares que amortiguan el calor proyectado por ese sol ya despierto, que recuerda claramente su función en el estío. Olor a pino y mar, sabor a sal, calor que activa la vida y sensaciones claras de vida.
Ese amor al ambiente marino, ha sufrido sin embargo una pequeña infidelidad, a poco más de una hora, desplazándose hacia el interior, he podido descubrir otro mar, esta vez verde, las aguas se truecan en árboles, el azul se verdea, la arena se transforma en tierra, tierra marrón que denota fuerza, raza, los olivos inmóviles solo se balancean por el soplo del viento. De un verde a otro quizás más tenue, las viñas más pequeñas, más humildes en se apariencia, también aparecen como parte componente de ese hipotético mar. La belleza en este caso es más severa, es menos cambiante, su apariencia está más enmarcada en un cuadro estático, aunque no por eso menos apreciable.
Era una tarde de verano, el sol brillante arrojaba dardos de fuego sobre prieta tierra caldeada y seca. Resplandecían las mieses en la llanura con reflejos de oro, esmaltadas por amapolas rojas, que parecían gotas de sangre. El campo se hallaba desierto, la tierra dormía con un sueño inquieto y fatigoso.
Cuando se miraba al horizonte, al igual que en el espigón, el pueblo se insinuaba con igual blancura, poco a poco fuimos acercándonos, incluso penetramos en sus calles, desembocamos en una plaza de ocho lados, el octógono era totalmente simétrico, las casas de una simpleza que al ser todas exactamente iguales, provocaban la sensación de exquisita belleza, infundía la paz del mar en calma, obligaba a hacer comparaciones hasta ahora nunca sospechadas.
Epoca de vendimia, esta vez retrasada, el clima impone su ley, las bodegas se preparan para el momento cumbre de su ajetreo, todo está pendiente del inicio de la recogida, el proceso está en estado de máxima alerta, los enólogos afinan su examen, la recogida será inminente.
En ese estadio de circunstancias, de pronto los nubarrones se amontonaron en el horizonte, habían recubierto el cielo, y las gotas sonaron de un modo opaco y precipitado, la lluvia se presentó interceptándonos la vista de la lejanía, y hasta de las cosas más cercanas. La tierra se puso a despedir perfumes intensos, ella y la hierba juntas la producían. La intensidad frenética de los goterones inundó la sutil polvoreda que levantaron las primeras. El estruendo que resonaba tras los rayos y relámpagos ofrecían un espectáculo incomparable y ensordecedor, que parecía no tener fin, la oscuridad se adueñó de la inmensa llanura, parecía que la noche se había precipitado sin avisar.
Pero lejos de instalarse por mucho tiempo, se hizo una abertura en el cielo, la lluvia se desmenuzó en un sutil polvillo de agua, un haz de sol cayó sobre el campo, corrió quebrándose en los montes, perdiéndose en las hondonadas y encaramándose en las lomas. Aquel anuncio de mejora,se asentó en derroche solar el cielo se hizo inmenso y la luz se depositó fuertemente sobre el suelo, empapado de agua, con amortiguado brillo, reluciendo los charcos como trozos de espejos desparramados.
Estas tormentas en el mar se hacen más espectaculares si cabe, cielo y mar fundidos hacen del aparato eléctrico flechas luminosas que hieren la superficie del agua, las gotas se asemejan a un infinito ejército que desfilan sin control a su contacto con el agua.
Mar y campo, campo y mar, dos amores ahora a compartir sin menoscabo de ninguno.
EL BARDO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario