Cuando tenía 22 años, estando en Granada
durante la carrera, se me produjo una enorme “periodontitis” (flemón para
la plebe) en el paletón derecho y mi tío
me aconsejó un dentista amigo suyo allí en Granada, de cuyo nombre no me acuerdo, amnesia justificada y no
preocupante.
El tal dentista tenía un pasado nobiliario y su consulta era
el reflejo, más bien, deslumbrante luz,
de su alta alcurnia.
La
sala de espera, enorme, tenía un mobiliario totalmente castellano antiguo, de
madera tallada con crespones rojos, armaduras
por todos los rincones y las paredes con paneles de madera en las que
estaban colgadas numerosas espadas, dagas
y mazas con púas.
Esa
sala tenebrosa, de la Edad
Media y de la época de los tormentos, era como una premonición
de lo que podía pasar después.
Ya dentro, con cierta displicencia, el
dentista me sentó en el sillón de los horrores, lo inclinó y con su mano en mi
frente, me echó con energía la cabeza
hacia atrás con riesgo de mis cervicales.
De
forma decidida cogió el “torno” “guarrito”, diría yo, lo puso en marcha y
apoyándolo en la parte interior del paletón, comenzó la “horadación”, ¡el túnel de la Alcazaba! Posteriormente
introdujo por el orificio unas agujas tipo sacacorchos, extrayendo partículas
del interior, supuestamente el nervio y
así casi media hora, dejándome exhausto. Durante quince días estuve con el
diente tallado (un muñón) rompiendo mi estética y belleza natural, mientras me
hacía la funda.
Cuando me llamó para
ponérmela, al verla en su mano creí
morir: La funda tenía la parte delantera de material plástico blanco y
los bordes muy visibles y parte posterior de ¡ORO!.
Cómo
en aquellos tiempos no se discutía nada por norma, acepté la imposición de esa
joya y salí despavorido de aquella tétrica consulta, para no volver ¡Nunca, nunca, jamás! Terminé la carrera y
me vine a Málaga definitivamente (con toda la añoranza del mundo) y yo seguía “durmiendo con mi enemigo”.
Al
poco tiempo, tenía que cumplir con mi última fase de las Milicias
Universitarias, en las que conseguí la
graduación de Alférez de Complemento y
una buena puntuación que me permitía escoger destino, decidiéndome por Galicia,
porque me hacía ilusión.
El
día 31 de agosto y con mi traje de oficial del
Ejército Español partí en el tren
Costa del Sol hacia mi nuevo destino. Recuerdo que me dieron un departamento
donde coincidió que todos los pasajeros eran chicas estudiantes, que iban a
Madrid y yo con 25 hermosos años.
Comenzó
el viaje y se estableció la consiguiente conversación, entre bromas y risas
propias de la edad. En un momento determinado una de las chicas me ofreció un chicle, de los de antes, de los que se
pegaban bien al paladar.
Al
cabo de un buen rato y ya cansado del
chicle, abrí la ventana del vagón y lo escupí. Seguí con mi conversación y
jolgorio hasta que comencé a notar entre las chicas miradas y cuchicheos
sospechosos y fue entonces cuando me di cuenta de que, pegado al chicle, se había ido por la ventana
mi costosa funda, quedando al descubierto una preciosa mella.
En
aquel momento sentí una transformación
interior, como la del Dr. Jeckyll en mister
Hyde, sin droga, pócima ni tisana, sino por un asqueroso chicle,
entrándome de repente un “sueño
inesperado” que me evitó hablar o reír
más, hasta mi llegada a Madrid.
Cuando
definitivamente me incorporé a la Farmacia Militar de Orense, pregunté al brigada
que tenía a mis órdenes, Sr. Colinas, (personaje curioso, melifluo, que instantáneamente me recordó a Hércules
Poirot) dónde podía resolver el problema de mi mella.
El hombre, muy
convencido, me dio las señas de un dentista competente, según él, que después
resultó ser un protésico y cuya brillante actuación me dispongo a relatar.
Al
día siguiente me dirigí a la dirección facilitada, una buhardilla situada en el
cuarto piso (sin ascensor) de una bocacalle de la avenida Losada,
vía principal de la ciudad, auténtico pueblo entonces.
Me
abrió la puerta un señor gallego, gallego puro ¡por la madre que me parió!.
Su constitución me recordó la de un dado,
completamente cúbico, que daba igual verlo desde arriba (era muy bajito), que
de frente, que de perfil. Su corto y ancho cuello (yo diría mejor, pescuezo) al
que iba unido una gran cabeza redonda, con el pelo cortado “al cero”, unos mofletes
enormes con parchetones rojos y unos ojillos vivaces, que era el único rasgo
que lo identificaba como persona. Aunque desproporcionado (según se mire) el
personaje me cayó gracioso y simpático.
Comencé
a hablarle en mi andaluz cerrado y él me contestó en gallego aún más cerrado,
por lo que comprendiendo rápidamente
nuestra falta de entendimiento oral, opté por abrir la boca y sobraron las
palabras, mi “muñón” era suficientemente expresivo.
Me
pasó a una habitación contigua, de enorme modestia, indicándome que me sentara
en una silla bajita de anea (no tengo
que explicar porqué la silla era pequeñita, supongo). Una vez en ella,
cogió un molde metálico que tenía en
una mesita de camilla (bajita también) lo rellenó de una pasta de color rosa,
me lo aplicó al maxilar superior hasta que aquello se endureció. Una vez la extrajo me dijo entre
palabras y señas que volviera a los dos días.
Cuándo,
al cabo de ese tiempo, aparecí de nuevo, me volvió a sentar en la sillita y de
otra habitación vino con mi flamante funda en la mano, totalmente de pasta (sin
oro ¡menos mal!), intentando colocarla
en el muñón. Por más que apretaba la funda hacia arriba, ésta se quedaba a la
mediación sin conseguir que entrara del todo.
Tras probar
varias veces, este hombre, gallego cerrado para más señas, tomó una sublime decisión:
Inclinó
la sillita de anea, haciendo que mi
cabeza se apoyara en la pared, me colocó la funda en el muñón y después, con el
consiguiente asombro y terror por mi parte, apareció con el travesaño de madera de otra sillita de anea y
un martillo, también, de madera.
Con absoluta
naturalidad, colocó un extremo del travesaño en la parte baja de la funda y
comenzó a golpear con el mazo por el otro extremo, de abajo hacia arriba, con golpes secos, muy serio y
profesional, consiguiendo que la funda entrara, (¡cómo no!), hasta el fondo del
muñón, incrustándose en mi dolorida
encía.
Ese
hombre-dado, con cara de
satisfacción y embriagado por su hazaña, me dio un espejo para que comprobara
el “trabajito”. A través de él comprobé, que el paletón postizo era más blanco
que mis restantes dientes y de mucha mayor anchura que el hueco y la del otro
paletón, el mío de verdad.
Tal desproporción
justificaba su dificultad para entrar, aunque
este hombre solucionó de forma tan brillante, que posiblemente fuera
propuesto para Premio Extraordinario de la Odontología Gallega.
¡No hay nada como un gallego, que
diría Franco!.
Francisco González Jaén