Picota de Presencio

Picota de Presencio

miércoles, 26 de junio de 2013

EL PALETON

Cuando tenía 22 años, estando en Granada durante la carrera, se me produjo una enorme “periodontitis” (flemón para la  plebe) en el paletón derecho y mi tío me aconsejó un dentista amigo suyo allí en Granada, de cuyo nombre no  me acuerdo, amnesia justificada y no preocupante.
     El tal dentista  tenía un pasado nobiliario y su consulta era el reflejo, más bien, deslumbrante luz,  de su alta alcurnia.
     La sala de espera, enorme, tenía un mobiliario totalmente castellano antiguo, de madera  tallada con  crespones rojos,  armaduras  por todos los rincones y las paredes con paneles de madera en las que estaban colgadas numerosas espadas, dagas  y mazas con púas.
     Esa sala tenebrosa, de la Edad Media y de la época de los tormentos, era como una premonición de lo que podía pasar después.
     Ya dentro, con cierta displicencia, el dentista me sentó en el sillón de los horrores, lo inclinó y con su mano en mi frente,  me echó con energía la cabeza hacia atrás con  riesgo de  mis cervicales.
     De forma decidida  cogió el “torno”  “guarrito”, diría yo, lo puso en marcha y apoyándolo en la parte interior del paletón, comenzó la “horadación”,  ¡el túnel de la Alcazaba! Posteriormente introdujo por el orificio unas agujas tipo sacacorchos, extrayendo partículas del interior, supuestamente  el nervio y así casi media hora, dejándome exhausto. Durante quince días estuve con el diente tallado (un muñón) rompiendo mi estética y belleza natural, mientras me hacía la funda.
Cuando me llamó para ponérmela, al verla en su mano creí  morir: La funda tenía la parte delantera de material plástico blanco y los bordes muy visibles y parte posterior de ¡ORO!. 
     Cómo en aquellos tiempos no se discutía nada por norma, acepté la imposición de esa joya y salí despavorido de aquella tétrica consulta, para no volver ¡Nunca, nunca, jamás!  Terminé la carrera y me vine a Málaga definitivamente (con toda la añoranza del mundo) y yo seguía “durmiendo con mi enemigo”.
     Al poco tiempo, tenía que cumplir con mi última fase de las Milicias Universitarias,  en las que conseguí la graduación de Alférez de Complemento y  una buena puntuación que me permitía escoger destino, decidiéndome por Galicia, porque me hacía ilusión.
     El día 31 de agosto y con mi traje de oficial del  Ejército Español partí en el  tren Costa del Sol hacia mi nuevo destino. Recuerdo que me dieron un departamento donde coincidió que todos los pasajeros eran chicas estudiantes, que iban a Madrid y yo con 25 hermosos años.
     Comenzó el viaje y se estableció la consiguiente conversación, entre bromas y risas propias de la edad. En un momento determinado una de las chicas me ofreció  un chicle, de los de antes, de los que se pegaban bien al paladar.
     Al cabo de  un buen rato y ya cansado del chicle, abrí la ventana del vagón y lo escupí. Seguí con mi conversación y jolgorio hasta que comencé a notar entre las chicas miradas y cuchicheos sospechosos y fue entonces cuando me di cuenta de que,  pegado al chicle, se había ido por la ventana mi costosa funda, quedando al descubierto una preciosa  mella.
     En aquel momento sentí  una transformación interior, como la del Dr. Jeckyll en mister  Hyde, sin droga, pócima ni tisana, sino por un asqueroso chicle, entrándome  de repente un “sueño inesperado” que me evitó  hablar o reír más, hasta mi llegada a Madrid.
     Cuando definitivamente me incorporé a la Farmacia Militar de Orense, pregunté al  brigada  que tenía a mis órdenes, Sr. Colinas, (personaje curioso, melifluo,  que instantáneamente me recordó a Hércules Poirot) dónde podía resolver el problema de mi mella.
El hombre, muy convencido, me dio las señas de un dentista competente, según él, que después resultó ser un protésico y cuya brillante actuación  me dispongo a relatar.
     Al día siguiente me dirigí a la dirección facilitada, una buhardilla situada en el cuarto piso (sin ascensor) de una bocacalle de la avenida  Losada,  vía principal de la ciudad, auténtico pueblo entonces.
     Me abrió la puerta un señor gallego, gallego puro ¡por la madre que me parió!.
Su  constitución me recordó la de un dado, completamente cúbico, que daba igual verlo desde arriba (era muy bajito), que de frente, que de perfil. Su corto y ancho cuello (yo diría mejor, pescuezo) al que iba unido una gran cabeza redonda, con el pelo cortado “al cero”, unos mofletes enormes con parchetones rojos y unos ojillos vivaces, que era el único rasgo que lo identificaba como persona. Aunque desproporcionado (según se mire) el personaje me cayó gracioso y simpático. 
     Comencé a hablarle en mi andaluz cerrado y él me contestó en gallego aún más cerrado, por lo que  comprendiendo rápidamente nuestra falta de entendimiento oral, opté por abrir la boca y sobraron las palabras, mi “muñón” era suficientemente expresivo.
     Me pasó a una habitación contigua, de enorme modestia, indicándome que me sentara en  una silla bajita de anea (no tengo que explicar porqué la silla era pequeñita, supongo). Una vez en ella, cogió   un molde metálico que tenía en una mesita de camilla (bajita también) lo rellenó de una pasta de color rosa, me lo aplicó al maxilar superior hasta que aquello se  endureció. Una vez la extrajo me dijo entre palabras y señas que volviera a los dos días.
     Cuándo, al cabo de ese tiempo, aparecí de nuevo, me volvió a sentar en la sillita y de otra habitación vino con mi flamante funda en la mano, totalmente de pasta (sin oro ¡menos mal!), intentando  colocarla en el muñón. Por más que apretaba la funda hacia arriba, ésta se quedaba a la mediación sin conseguir que entrara del todo.
Tras probar varias  veces, este hombre,  gallego cerrado para más señas, tomó una sublime decisión
     Inclinó la sillita de anea,  haciendo que mi cabeza se apoyara en la pared, me colocó la funda en el muñón y después, con el consiguiente asombro y terror por mi parte, apareció con el  travesaño de madera de otra sillita de anea y un martillo, también,  de madera. 
Con absoluta naturalidad, colocó un extremo del travesaño en la parte baja de la funda y comenzó a golpear con el mazo por el otro extremo, de abajo  hacia arriba, con golpes secos, muy serio y profesional, consiguiendo que la funda entrara, (¡cómo no!), hasta el fondo del muñón, incrustándose  en mi dolorida encía.      
     Ese hombre-dado, con cara de satisfacción y embriagado por su hazaña, me dio un espejo para que comprobara el “trabajito”. A través de él comprobé, que el paletón postizo era más blanco que mis restantes dientes y de mucha mayor anchura que el hueco y la del otro paletón, el mío de verdad.
Tal desproporción justificaba su dificultad para entrar, aunque   este hombre solucionó de forma tan brillante, que posiblemente fuera propuesto para Premio Extraordinario  de la Odontología Gallega.


          ¡No hay nada como un gallego, que diría Franco!.

Francisco González Jaén