Si la juventud es sinónimo de
agilidad, energía y futuro; la acusada
madurez lo es de experiencia, raciocinio y memoria.
Las cualidades inherentes a la juventud conllevan,
expectativas, ilusión y aventura.
Las de la acusada madurez, tienen
un solo lujo, la lentitud; una aristocracia, la holganza; y un tesoro, la
memoria.
La juventud acaricia la idea de
que la vida es como un río que nace pequeño, discurre entre riscos con susurros
algodonosos discontinuos y caprichosos,
dejando como fondo las piedras de las angustias sin cubrir, hasta que ese
arroyo displicente, se une a otros veneros formando las grandes masas de agua,
que como torrentes, se precipitan en el mar creyendo de esa forma ver el inicio
de un océano.
La acusada madurez, hace que sus
recuerdos, sitiados en su reducto que iban a rendirse, salgan libres a la luz del día, para que otros
administren esa su experiencia.
Pero ese río comparable a la
vida, en su caso no va al mar, discurre tranquilo, sin ruido ni interrupción,-
como las fuentes naturales que sueltan su caudal- atravesando un gran lago
estático. Se transforma perdiendo el rígido cauce que forman sus riberas,
quedando sólo una sombra imprecisa mordiendo y envolviendo pequeñas ondas, que
pronto se irán difuminando.
A veces es una ilusión creer que
la juventud es feliz. Una ilusión fomentada por los que la han perdido. La
gente joven está convencida de que posee la verdad. Desgraciadamente, cuando
logran imponerla, ya ni son jóvenes ni es la verdad.
EL BARDO.